Los pobres siempre votan
por sus verdugos
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Muchos por estas horas se estarán tirando de los pelos o pellizcándose porque es difícil entender qué fue lo que determinó el triunfo de Cristina F. de Kirchner para ser ungida el 10 de diciembre por cuatro años como presidenta del país y la llegada improvisada, como es su costumbre, de Daniel Scioli, el "todo terreno", para copar la parada en la provincia de Buenos Aires y ganar la gobernación por una abultada diferencia al segundo, Margarita Stolbizer, de la Coalición Cívica.

Si ponemos en una balanza los agradecimientos con respecto a las ingratitudes que el pueblo en su conjunto debió soportar en los cuatro años de Néstor Kirchner, por un lado pesa el haber salido de aquella pronunciada crisis de 2001 y que durante un par de años no hubo demasiados sobresaltos en la economía; la tan declamada cancelación de la deuda externa (que en realidad no lo fue tanto); el aumento de las recaudaciones impositivas que posibilitaron la consolidación de una masa de dinero a las arcas del estado que orilla los 44 mil 500 millones de dólares; el crecimiento de las exportaciones; un mejoramiento relativo en las pensiones y jubilaciones de los que menos ganan; algunos ajustes a nivel de asalariados en todos los sectores; creación de puestos de trabajo por el impulso de algunas industrias como la construcción; el mantenimiento de un dólar competitivo para el comercio exterior; la asistencia social que determinaron los planes Jefe de familia para ciertos sectores de carenciados y la decisión de juzgar a todos los responsables de crímenes de lesa humanidad. Contra estos supuestos logros apareció el aumento de la inseguridad; los decretos presidenciales; una mayoría en el congreso de voto automático; el ataque permanente a la oposición y al periodismo por parte del propio Kirchner, varios casos de corrupción y escándalos ligados al entorno presidencial; las discusiones permanentes con el empresariado nacional; el comienzo de una espiral inflacionaria que obligó al gobierno a reformar la metodología del cálculo del costo de vida; el trabajo en negro; los hechos policiales no aclarados como es el caso de la desaparición de Julio López y del asesinato (hace pocos días) de tres uniformados; el aumento considerable del paco y de otras drogas; los problemas con los radares en Ezeiza y Aeroparque, los problemas del contrabando y otros.

No parece posible que un gobierno asediado por tantos problemas pueda salir indemne en el consenso general ante una elección, sin embargo, cuando la mayoría de la población vive en la pobreza y en muchos casos extrema el miedo a perder lo poco que ha conseguido o que le ha suministrado por distintos medios ese gobierno, suele determinar el voto para que nada cambie.

Dicen que la democracia formal se ha convertido en el medio más eficaz que tienen los poderosos para legitimar su explotación, y esto es algo que cada vez ofrece menos dudas. Los ricos están en el poder porque les votan voluntariamente los pobres. No porque, como antaño, se impongan por la fuerza de las armas, hagan trampas con las votaciones o compren a los electores. Todo eso sigue existiendo, pero no es lo esencial. Hoy, los de arriba, no tienen necesidad de actuar como simples energúmenos. Las cosas están de tal forma que el gobierno de una minoría rica sobre la inmensa mayoría empobrecida constituye una cotidianeidad democrática.

El nuevo paradigma de las sociedades de consumo es un hombre un voto y el poder para los de siempre. Pero, ¿cómo hemos llegado a esto?. Hemos llegado a esto a través de un proceso de claudicaciones, fracasos, extravíos y derrotas. Pero sobre todo porque el ciudadano actual ha renunciado a la solidaridad con su entorno, asimilando como propia la cultura basura que brinda el sistema. Existe un hombre nuevo, pero es tan decadente como el propio capitalismo y sus registros más alienantes. Hoy el ciudadano común es un paria sin saberlo. Porque la gran victoria del poder es comprar su adhesión haciéndole sentir como un señor.

La madre de todas las derrotas que ha dibujado este escenario deriva de una revolución triunfante. La única que han conocido los últimos siglos. La revolución burguesa que apuntaló al feudalismo para dar paso al Estado-Nación, el sufragio censatario como expresión política y el mercado. Sobre estos parámetros levantó sus pilares la cultura democrática occidental. Lo que sucede es que durante un tiempo, mientras el aparato productivo era aún precario y se mostraba incapaz de satisfacer el exceso de demanda, la clase trabajadora se construyó sobre un mundo propio de valores, resistencias e intereses comunes.

Hasta que llegó la producción masiva, la automatización y la sociedad de consumo. Entonces el trabajador fue abandonando su primitiva posición a la contra para incorporarse, siquiera sea virtualmente, a la cultura de la ideología dominante. Es ahí donde nace el ciudadano postmoderno, un ser con mentalidad de propietario, encapsulado en su propia identidad y orgullosamente insolidario. Un ciudadano pasivo, consumista por encima de todo, que entrega la capacidad política a las clases gobernantes con la esperanza de que le permitan seguir acaparando sin perturbaciones en su mediocre confort.

Es en éste contexto, coincidente con el derrumbe estrepitoso del Capitalismo de Estado practicado en los países del Este, donde se inscribe la fase operativa de destrucción del llamado Estado de Bienestar e incluso del desmantelamiento del Estado de Derecho. El Estado Social de Derecho, que visualizaba la superioridad política, moral y material del sistema de libre mercado frente al colectivista, se convirtió de la noche a la mañana en un obstáculo para lo planes de expansión del neocapitalismo global. La única seguridad jurídica que interesaba mantener era la que afectara al sistema de mercado autorregulado.

De ahí que, tras un bucle de más de dos siglos, los mecanismos de control político del poder sigan en la misma estela del primitivo sufragismo censatario, aunque en la actualidad el voto se haya universalizado y generalizado, popularizado. En teoría el canon prescribe que un hombre es un voto, lo que en buena lógica debería significar que las mayorías que representan a los sectores más desfavorecidos de la sociedad no han de entregar el gobierno a los ricos. Pero sucede todo lo contrario. Son los pobres, imbuidos de esa mentalidad de nuevos ricos virtuales, quienes votan a los poderosos, aportando de paso plena legitimidad a su explotación. La lógica del Poder elimina de su doble contabilidad a los abstencionistas, aunque cada vez sean más el partido más votado.

Estabulada la democracia en un ritual de votación cada cuatro años, sin participación real en la esfera pública, se logra pacífica y libremente la institucionalización de lo que Le Boitie llamó la "servidumbre voluntaria". La democracia realmente existente como mutación de la democracia verdadera, que no es sino la acción directa de una ciudadanía responsable. Lo que Fukuyama elucubró como su teoría del fin de la historia.

Los ejemplos de esta perversión son muchos. Quizás el más revelador de este soberanismo del individualismo propietario radique en la aprobación por amplios sectores de las clases medias y bajas de políticas de regresividad fiscal. Son innumerables los trabajadores que votan a la derecha porque prometen bajar los impuestos, en la creencia de que esa vuelta a la desigualdad de oportunidades beneficiará a los que tienen algo suyo, casa, coche, trabajo fijo, vacaciones o simplemente deudas. Petrificada la democracia en un ritual de votación cada cuatro años, sin capilaridad social para los asuntos públicos, se logra una coreografía de víctimas ensalzando a sus verdugos.

Pero no toda la culpa de esa falsa conciencia que hace a los de abajo echarse en brazos de los de arriba se debe al solipsismo rampante. La gente, como ayer hacían los púlpitos, ha sido educada en la resignación y la integración por partidos políticos de izquierda y organizaciones sindicales más atentas a crecer como estructura de poder que a mantener una dialéctica de ilustración y progreso social con sus referentes. En su renuncia a una cultura propia, con primacía de valores humanos frente a los del mercado, estas organizaciones no han hecho más que reproducir el sistema competitivo-destructivo del capital. Al oligopolio que gobierna en el mercado se superpone el oligopolio plutocrático en la política.

Por eso se da el contrasentido de que ni las bases sindicales juntas, ni los parados suman votos suficientes para derrotar a la derecha. Se puede ser obrero y reaccionario. Es la postmodernidad. Ya no está claro que la emancipación de los trabajadores sea siempre obra de los trabajadores mismos.

De ahí que todo lo que se base únicamente en buscar salidas biográficas en una democracia cuantitativa, sin conllevar un cambio radical en los valores, esté condenado a consolidar el status quo. Aunque tampoco caben acrobacias mentales que pretendan el más difícil todavía de una transformación total ignorando la base social vigente y la psicología de las masas. Normalmente esas piruetas terminan en repuntes de sociedades fascistizadas. Como se cansaron de repetir algunos sabios libertarios, la verdadera revolución es la evolución continua, porque sólo los valores asumidos, que se metabolizan como cultura vital durante generaciones, producen auténticos hombres nuevos. La revelación siempre precede a la revolución.

Fuente: http://www.red-libertaria.net/noticias